Por Jesús Madrid
Hay símbolos que deberían unirnos. La Guelaguetza es uno de ellos. Nació como una celebración del dar y el compartir, como un acto de generosidad profunda entre pueblos, más allá del espectáculo. Fue, durante muchos años, una expresión viva del Oaxaca profundo: diverso, orgulloso y solidario. Hoy, tristemente, es todo lo contrario.
El poder la ha capturado. La Guelaguetza se ha convertido en un evento controlado desde las élites gubernamentales, más preocupado por la imagen que por la esencia. Lo que vemos cada julio en el Cerro del Fortín no es un homenaje a los pueblos, es una puesta en escena para las cámaras del oficialismo.
Lo que era comunitario, ahora es propaganda.
Lo que era popular, ahora es exclusivo.
Lo que era libre, ahora se impone desde el poder.
Mientras miles de oaxaqueños hacen fila desde la madrugada o ven la Guelaguetza desde una pantalla, los funcionarios, sus invitados y los cercanos al régimen ocupan los mejores lugares. Así no se construye cultura, se simula inclusión mientras se profundiza la desigualdad.
Y lo más grave: se utiliza la imagen de los pueblos indígenas como escaparate. Se les convierte en fondo de escenario, mientras se les niega el derecho a decidir cómo representar su identidad y a quién entregar su cultura.
No se trata solo de criticar una fiesta. Se trata de defender su sentido. Porque detrás del baile hay historia. Detrás del vestuario, hay dignidad. Y detrás de la Guelaguetza está el alma de los pueblos que la crearon, no para aplaudir al gobierno en turno, sino para compartir su esencia.
La verdadera Guelaguetza sigue viva, lejos de los reflectores, en las comunidades que bailan por convicción, no por consigna. Esa es la Guelaguetza que vale la pena defender. Esa es la que no se vende, no se entrega y no se arrodilla.